Los primeros trabajos de Mariano Silva fueron traducciones de Prudencio y de otros poetas latinos y un Entremés de las Esquilas, imaginando conversaciones entre las estatuas de la catedral metropolitana. Ello le permitió ejercitarse en una especie de ensayo dialogado al gusto de los ateneístas. Colaboró en una revista curiosa, La Nave, cuyo sumario reunía los nombres más destacados, Henríquez Ureña, Cravioto, González Martínez, y cuya edición se debió a Pablo Martínez del Río, aristócrata adinerado, que en tiempos de crisis importó papel de los Estados Unidos y desembolsó cinco mil pesos para imprimir una carabela encallada en la soledad de su único número como en un banco de arena. El editor vendió a quien pudo los restos del naufragio y en papel de La nave sacó Mariano Silva su primer volumen, Arquilla de marfil, 1916, dividido en cuatro secciones: cuentos, personajes, estampas y manuscritos. Marcaba desde entonces los géneros adecuados a su sensibilidad. Tomaba la estafeta del colonialismo y lo sometía a la renovación. Sabía que un narrador precisa encontrar la frase inicial para introducir en el tema sin mayores preámbulos, buscaba la sintaxis bien construida y esmerada, el adjetivo justo, introdujo el final abierto, y se destacó como espléndido creador de atmósferas, cosa comprobable con la lectura de “El sillón”.
Esposo a buena edad, padre de cuatro hijos, Mariano Silva dejó obra relativamente escasa. José Vasconcelos lo definió como el latinista que por culto a la perfección apenas osaba escribir. Pertenecía a la raza de escritores que trabajan paciente y sabiamente. En 1919 publicó un relato fragmentado en nueve cuadros, Cara de virgen, de los cuales los mejores son el primero y el último. Tomaba un tema novedoso en el momento: la defensa y preservación artística, resultado de paseos arqueológicos acompañado por Jesús T. Acevedo. Las reflexiones ante los edificios citadinos y los retablos barrocos quedaron además en Animula, 1920, y lo corroboran “Un altar dorado” y “El cielo de una calle”.
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